El doctor Urbino, que creía haberlo oído todo, no había oído nunca nada igual, y dicho de un modo tan simple. La miró de frente con los cinco sentidos para fijarla en sumemoria como era en aquel instante: parecía un ídolo fluvial, impávida dentro del vestido negro, con los ojos de culebra y la rosa en la oreja. Mucho tiempo atrás, en una playa solitaria de Haití donde ambos yacían desnudos después del amor, Jeremiah de Saint-Amour había suspirado de pronto: “Nunca seré viejo”. Ella lo interpretó como un propósito heroico de luchar sin cuartel contra los estragos del tiempo, pero él fue más explícito: tenía la determinación irrevocable de quitarse la vida a los sesenta años.
Los había cumplido, en efecto, el 23 de enero de ese año, y entonces había fijado como plazo último la víspera de Pentecostés, que era la fiesta mayor de la ciudad consagrada al culto del Espíritu Santo. No había ningún detalle de la noche anterior que ella no hubiera conocido de antemano, y hablaban de eso con frecuencia, padeciendo juntos el torrente irreparable de los días que ya ni él ni ella podían detener. Jeremiah de Saint-Amour amaba la vida con una pasión sin sentido, amaba el mar y el amor, amaba a su perro y a ella, y a medida que la fecha se acercaba había ido sucumbiendo a la desesperación, como si su muerte no hubiera sido una resolución propia sino un destino inexorable.
El amor en los tiempos del cólera, Gabriel García Márquez
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